La magia del fútbol
Alberto Carvajal
La
ciudad tenía desde su nacimiento, cuatro patas. Así caminaba por el mundo, daba
vueltas, salía de la noche, iba con el viento, hacía historia.
Fue
un respiro para los españoles, un oasis en su descomunal furor que valió todo
el Potosí, el de Cervantes de la Mancha, el de Don Quijote del Alto Perú, el de
los brazos africanos, el del sudor que todos los días bañaba la corona del
imperio.
Así
nada más, pasaron siglo y medio hasta el grito de las campanas de la
independencia que le parecieron por su desenlace, una magra exageración al
Libertador.
Ese grito lo escuchaba todos los
domingos a la tarde.
La
fila se alargaba por la calle, daba vuelta la esquina, avanzaba lentamente como
la tarde que todos los domingos se hacía nata. La alegría mientras, era de
fiesta, habían risas, golpes, empujones y la altura de la fila a medida que
avanzaba se reducía de una singular manera para no chocar con el brazo del
hombre fornido plantado cual roble en la puerta semiabierta: sólo los que estén de este tamaño van a
entrar, repetía de vez en tanto, era un aviso que los más creciditos
tomaban como invitación para ir poco a poco doblando las rodillas y lograr pasar por debajo del brazo que a fuerza de
cabezazos le crecía un codo.
La
tribuna infantil era una gloria en las tardes de sol y sombra, y fútbol.
El
estadio estaba ubicado en el Morro de Surapata. En esas tardes la ciudad
caminaba en una pata y si el partido de fútbol prometía algo bueno, las otras
tres se hacían una: la plaza, los balcones, las cantinas, se quedaban vacías.
El milagro del fútbol sin televisor ni director técnico, el fútbol, la radio y
el juego, eso era lo que importaba, y ahí, mientras, ocurrían los gritos, las
patadas y los goles. El medio tiempo era un descanso inigualable. Era el tiempo
de la plática, de cambiarse de tribuna, de la sombra al sol, aquella se
convertía en un témpano, éste, resultaba una caricia amarillenta que se recibía
bien aunque se jugara mal.
Invariablemente
faltando diez minutos para el inicio del juego principal, el de las cuatro de
la tarde, entraban taciturnos unos cuerpos vestidos de gris. Atravesaban toda la tribuna de sol para ubicarse en un
extremo de ésta, cerca de la tribuna infantil. Cada gol, era vitoreado con gran
alegría, cada jugada, cada pase. Lo gris
se transformaba en la más grande alegría. El estadio se emocionaba ya no más
por el juego sino por la alegría sin ton
ni son, como lo que define a la alegría, de los de gris: la tribuna de los locos. Habían tardes que nos repartíamos
los créditos de emocionar al estadio, así la atención se dirigía a la tribuna
vecina, a donde estábamos los niños y los no tan niños.
Ahora
debo confesar que la pasión por el fútbol decayó, pero éste hizo aparecer en el
horizonte que día a día transito, así, por arte de magia, algo que no estaba,
la pregunta por la alegría, y otra más, por lo gris.
Un
cierto día, hace ya algunos ayeres, así de repente, mi hija, la menor, me
preguntó dónde trabajaba. Respondí con lo que se suele responder a un niño, con
algo que ni siquiera uno entiende: en el
manicomio.
Preguntas
van preguntas vienen. ¿Qué es un
manicomio?
Vaya
aprieto, en ese momento no recordé lo del fútbol, que quizás hubiera servido de
poco; recurrí a eso que se llama hablar, hablar sin ton ni son, mira, le dije, para llamar su atención y dar tiempo
a la ocurrencia, es un lugar muy alto, de esos donde viven dragones, es más,
cuando llego paso de prisa sin que se de cuenta una tarjeta de contraseña por
sus dientes que los hace sonar como reloj, cuando logro pasar…, vi que seguía
el relato y continué tomado por el ánimo de lo que iba apareciendo, subo por
las escaleras de su columna hasta llegar a una puerta cerrada con once
candados. Los abro y..., me detuve por un momento, recordé ese instante que
cada día se recrea y cada día es distinto, se trata de una sala habitada por
mujeres, al detenerme las vi, me acordé de una de ellas que una vez me recibió
con un reclamo: ¿usted cree que esto es
justo? decía enojada al momento que me señalaba el antebrazo izquierdo
donde podía verse las huellas de que la habían inyectado, ¿usted cree que esto es justo? repetía, aumentando el volumen de la
voz, sin atinar qué decirle, mil cosas pasaron por alguna parte, quizás por mis
rodillas flexionadas, pensé ¿justo?
¿preciso? ¿justo de justicia? Iba a
decirle algo, quien sabe qué, en eso se dio la vuelta y se fue por donde vino y
me dejó, ahí justo por donde entré.
Luego caí en la cuenta, al contarlo, que de lo que se trataba era de decirme,
de dirigir a alguien, eso, eso que le pasaba, sin más pretensión, sin ningún
interés, ni siquiera en lo que le pudiera decir, lo dijo sin obligar más que a
ser... escuchada, a que se reciba aquello que tenía en la posibilidad de decir.
Ese afán de decir algo al respecto de lo que a uno le dicen, allí quedó
develado en su inútil pretensión: De lo
que no se puede hablar, mejor es callarse y si uno se calla, eso cuenta,
cuenta para que el otro... simplemente, cuente.
También,
cual estrella fugaz, apareció sin más el momento de una sesión de grupo y la
frase de una mujer espigada que respondía a golpes a la mirada que se detenía
en la de ella más de la cuenta. Arropada con varios suéteres, uno sobre otro,
asemejaba una mujer fornida. Lanzó al final una frase, un dicho: pues, qué se le va a hacer, árbol torcido
jamás sus ramas endereza. Frase que recibió de parte mía un exceso: veremos. Trataba de insertar un poco
de... ¿posibilidad? ¿Cuál? si las cosas
son así, son así. Fue entonces que se me acercó y con una voz para que la
escucharan las demás dijo: usted me está
amenazando... El antecedente de los golpes, ...apareció de golpe. Salí de
la sala con la sensación de haber tomado a mi cuenta un dicho, cuyo propósito
era, es, simplemente ese, ser dicho, he ahí su dicha; tomarlo a mi favor fue un
exceso que prendió la amenaza. No se me ocurrió otra alternativa que decirle
algo; me dirigí al jardín donde estaba. Al verme llegar se dirigió
inmediatamente a mi encuentro con tal vehemencia que no era difícil prever un
empellón, a pocos centímetros, salió quien sabe de dónde, una frase, vine a
pedirle disculpas, le dije, en realidad no sabía que estaba diciendo, me
quedaba claro que tenía que ocurrir algo que algo tenía que detenerse, la
respuesta inmediata a la par que modificaba el rumbo de su caminar fue: veremos. Al poco tiempo, al llegar
nuevamente a la sala, vi que estaba cerca de la puerta y se acercó y dijo: le pido disculpas.
Algo
se detuvo. Después de este evento, continuó asistiendo de manera constante al
consultorio.
Pasaron
raudos estos momentos cuando llegó una pregunta:
¿Tu
sabes qué hacen los que escriben cuentos de hadas?
Después
de un breve silencio, con el ánimo que culminara el relato, respondió y
preguntó seguidamente
No, no sé, ¿qué hacen?
Las
escuchan.
Cuando
abro los once candados de la puerta del dragón azul que por dentro es gris, ¿sabes quiénes aparecen?
No, ¿quiénes
Ellas...
¿Las hadas?
¡Ah! Suspiró y respiré
¡Qué lindo debe ser tu
trabajo, papá!
Alberto
Carvajal
Coyoacán,
15 de septiembre de 2003
Wittgenstein (L.), Tractatus Lógico -
Philosophicus, México, Alianza Universidad, 8ª ed., 1987, p. 203.
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