miércoles, 26 de abril de 2017

La magia del fútbol

Alberto Carvajal


La ciudad tenía desde su nacimiento, cuatro patas. Así caminaba por el mundo, daba vueltas, salía de la noche, iba con el viento, hacía historia.
Fue un respiro para los españoles, un oasis en su descomunal furor que valió todo el Potosí, el de Cervantes de la Mancha, el de Don Quijote del Alto Perú, el de los brazos africanos, el del sudor que todos los días bañaba la corona del imperio.
Así nada más, pasaron siglo y medio hasta el grito de las campanas de la independencia que le parecieron por su desenlace, una magra exageración al Libertador.
            Ese grito lo escuchaba todos los domingos a la tarde.
La fila se alargaba por la calle, daba vuelta la esquina, avanzaba lentamente como la tarde que todos los domingos se hacía nata. La alegría mientras, era de fiesta, habían risas, golpes, empujones y la altura de la fila a medida que avanzaba se reducía de una singular manera para no chocar con el brazo del hombre fornido plantado cual roble en la puerta semiabierta: sólo los que estén de este tamaño van a entrar, repetía de vez en tanto, era un aviso que los más creciditos tomaban como invitación para ir poco a poco doblando las rodillas y lograr pasar por debajo del brazo que a fuerza de cabezazos le crecía un codo.
La tribuna infantil era una gloria en las tardes de sol y sombra, y fútbol.
El estadio estaba ubicado en el Morro de Surapata. En esas tardes la ciudad caminaba en una pata y si el partido de fútbol prometía algo bueno, las otras tres se hacían una: la plaza, los balcones, las cantinas, se quedaban vacías. El milagro del fútbol sin televisor ni director técnico, el fútbol, la radio y el juego, eso era lo que importaba, y ahí, mientras, ocurrían los gritos, las patadas y los goles. El medio tiempo era un descanso inigualable. Era el tiempo de la plática, de cambiarse de tribuna, de la sombra al sol, aquella se convertía en un témpano, éste, resultaba una caricia amarillenta que se recibía bien aunque se jugara mal.
Invariablemente faltando diez minutos para el inicio del juego principal, el de las cuatro de la tarde, entraban taciturnos unos cuerpos vestidos de gris. Atravesaban toda la tribuna de sol para ubicarse en un extremo de ésta, cerca de la tribuna infantil. Cada gol, era vitoreado con gran alegría, cada jugada, cada pase. Lo gris se transformaba en la más grande alegría. El estadio se emocionaba ya no más por el juego sino por la alegría sin ton ni son, como lo que define a la alegría, de los de gris: la tribuna de los locos. Habían tardes que nos repartíamos los créditos de emocionar al estadio, así la atención se dirigía a la tribuna vecina, a donde estábamos los niños y los no tan niños.
Ahora debo confesar que la pasión por el fútbol decayó, pero éste hizo aparecer en el horizonte que día a día transito, así, por arte de magia, algo que no estaba, la pregunta por la alegría, y otra más, por lo gris.
Un cierto día, hace ya algunos ayeres, así de repente, mi hija, la menor, me preguntó dónde trabajaba. Respondí con lo que se suele responder a un niño, con algo que ni siquiera uno entiende: en el manicomio.
Preguntas van preguntas vienen. ¿Qué es un manicomio?
Vaya aprieto, en ese momento no recordé lo del fútbol, que quizás hubiera servido de poco; recurrí a eso que se llama hablar, hablar sin ton ni son, mira, le dije, para llamar su atención y dar tiempo a la ocurrencia, es un lugar muy alto, de esos donde viven dragones, es más, cuando llego paso de prisa sin que se de cuenta una tarjeta de contraseña por sus dientes que los hace sonar como reloj, cuando logro pasar…, vi que seguía el relato y continué tomado por el ánimo de lo que iba apareciendo, subo por las escaleras de su columna hasta llegar a una puerta cerrada con once candados. Los abro y..., me detuve por un momento, recordé ese instante que cada día se recrea y cada día es distinto, se trata de una sala habitada por mujeres, al detenerme las vi, me acordé de una de ellas que una vez me recibió con un reclamo: ¿usted cree que esto es justo? decía enojada al momento que me señalaba el antebrazo izquierdo donde podía verse las huellas de que la habían inyectado, ¿usted cree que esto es justo? repetía, aumentando el volumen de la voz, sin atinar qué decirle, mil cosas pasaron por alguna parte, quizás por mis rodillas flexionadas, pensé ¿justo? ¿preciso? ¿justo de justicia? Iba a decirle algo, quien sabe qué, en eso se dio la vuelta y se fue por donde vino y me dejó, ahí justo por donde entré. Luego caí en la cuenta, al contarlo, que de lo que se trataba era de decirme, de dirigir a alguien, eso, eso que le pasaba, sin más pretensión, sin ningún interés, ni siquiera en lo que le pudiera decir, lo dijo sin obligar más que a ser... escuchada, a que se reciba aquello que tenía en la posibilidad de decir. Ese afán de decir algo al respecto de lo que a uno le dicen, allí quedó develado en su inútil pretensión: De lo que no se puede hablar, mejor es callarse y si uno se calla, eso cuenta, cuenta para que el otro... simplemente, cuente.
También, cual estrella fugaz, apareció sin más el momento de una sesión de grupo y la frase de una mujer espigada que respondía a golpes a la mirada que se detenía en la de ella más de la cuenta. Arropada con varios suéteres, uno sobre otro, asemejaba una mujer fornida. Lanzó al final una frase, un dicho: pues, qué se le va a hacer, árbol torcido jamás sus ramas endereza. Frase que recibió de parte mía un exceso: veremos. Trataba de insertar un poco de... ¿posibilidad?  ¿Cuál? si las cosas son así, son así. Fue entonces que se me acercó y con una voz para que la escucharan las demás dijo: usted me está amenazando... El antecedente de los golpes, ...apareció de golpe. Salí de la sala con la sensación de haber tomado a mi cuenta un dicho, cuyo propósito era, es, simplemente ese, ser dicho, he ahí su dicha; tomarlo a mi favor fue un exceso que prendió la amenaza. No se me ocurrió otra alternativa que decirle algo; me dirigí al jardín donde estaba. Al verme llegar se dirigió inmediatamente a mi encuentro con tal vehemencia que no era difícil prever un empellón, a pocos centímetros, salió quien sabe de dónde, una frase, vine a pedirle disculpas, le dije, en realidad no sabía que estaba diciendo, me quedaba claro que tenía que ocurrir algo que algo tenía que detenerse, la respuesta inmediata a la par que modificaba el rumbo de su caminar fue: veremos. Al poco tiempo, al llegar nuevamente a la sala, vi que estaba cerca de la puerta y se acercó y dijo: le pido disculpas.
Algo se detuvo. Después de este evento, continuó asistiendo de manera constante al consultorio.
Pasaron raudos estos momentos cuando llegó una pregunta:
¿Tu sabes qué hacen los que escriben cuentos de hadas?
Después de un breve silencio, con el ánimo que culminara el relato, respondió y preguntó seguidamente
No, no sé, ¿qué hacen?
Las escuchan.
Cuando abro los once candados de la puerta del dragón azul que por dentro es gris, ¿sabes quiénes aparecen?
No, ¿quiénes
Ellas...
¿Las hadas?
¡Ah! Suspiró y respiré
¡Qué lindo debe ser tu trabajo, papá!
Alberto Carvajal
Coyoacán, 15 de septiembre de 2003
 Wittgenstein (L.), Tractatus Lógico - Philosophicus, México, Alianza Universidad, 8ª ed., 1987, p. 203.


No hay comentarios:

Publicar un comentario